lunes, 2 de diciembre de 2013

Narraciones del Pasado: El Canto de las abuelas






El siguiente escrito es un homenaje a mis abuelas, ambas muertas, cuento pronunciado en el Cuentatón del "Centenario de las palabras" el 21 de Agosto 2010 en el Faro Tláhuac. En esa ocasión Eduviges Santander cuentacuentos con gran trayectoria tuvo la gentileza de pedirme le regala una copia del cuento. Ella lo denominó "un homenaje a las abuelas mexicanas".


Lo dejo como parte de la sección narraciones del pasado dentro de los cotidianos también está el recuerdo.


El canto de las abuelas




Nadie aprecia la vida en el campo. La familia que vive en la ciudad tampoco la aprecian. Ellos tienen años de no visitar el monte hasta el día de hoy en que murió la abuela Juana. Ella se sentaba en medio del patio con dos bolsas a su lado en una tenía semillas para alimentar a las aves y en otra estambre para tejer los regalos de los hijos, nietos, compadres y vecinos. Siempre la hacia enojar. Recuerdo que en una ocasión mate cinco de sus pollitos.    
  
            No era mi intención… sólo que desconocía que los pollitos no sabían nadar. También me asuste al verlos sumergir en el lago.
           
            Me escondí monte arriba hasta el anochecer. A lo lejos se escuchaban los gritos furiosos de la abuela en luto por aquellos pollos.

            No estuve en el momento en que murió. Al llegar en la madrugada encontré su cuerpo en medio del jardín con una cubeta entre sus manos. Al parecer su último deseo fue regar las plantas… sólo consiguió rociar el pasto.

            El funeral fue triste. Nadie habló de la abuela, nadie dijo su nombre. No comprendo como pueden “extrañarla tanto”. Los últimos años sólo estuvimos ella, mi madre y yo. Yo me hice a la forma de la abuela, porque mi madre murió antes de que pudiera odiarla. Mi abuela me escuchaba realmente. Aún sin decirle nada ella sabía lo que me pasaba, sacaba de su mandil un chiclito, siempre guardaba chicles en las bolsas del mandil, mientras yo mascaba ella me contaba historias de la revolución de cuando ella era niña. Después de un rato, sus historias fueran falsas o verdaderas me hacían olvidar mis malestares.

            La abuela Juana de niña, para ocultarse de la guerra vivía en la punta de la montaña pertenecía a los hijos del cerro alto. Ahí aprendió a cortar leña, seleccionar plantas curativas y sembrar. Esa comunidad secreta, no sólo se ocultaba de la guerra, sino también se ocultaban del resto de civilización y procuraban en todo momento mantener sus costumbres más antiguas.

            El camino de la montaña era famoso entre los lugareños y sus historias, aunque sabían que nadie podía encontrar la ruta correcta. Si alguien trataba de encontrar el camino de la montaña, sólo conseguía perderse por horas alrededor del bosque. Mi abuela conocía la forma de entrar y salir con gran habilidad, pero aquellas entradas y salidas eran secretas. En la cena alguien habló del camino de la montaña, lo tomaron como una historia de fantasía senil mezclada con la ignorancia de vivir toda una vida a las faldas de un monte en medio de un enorme bosque. Yo sabía que el camino de la montaña era verdadero. Quise encontrarlo.

            A las cuatro de la mañana ninguno estaba despierto, todos descansaban. En el patio había velas aún encendidas y se respiraba el aire fresco. Vibraban luciérnagas. Escuché un aullido de coyote. La abuela solía decir que el coyote era guardián del camino de la montaña, por ello pensé que era una buena señal. Caminé. La madrugada me hacía sentir observado y vulnerable. La oscuridad me hacía pensar que estaba cruzando una inmensidad con mi pequeñez. A veces, me siento poderoso y único, sin embargo este silencio junto con la penumbra me invaden.
            El lago siempre descansa. Al lago se le puede ver perezoso y sensual en cualquier hora del día. Aunque, las cuatro de la mañana le dan un toque malévolo, malhumorado, no dan ganas de molestarlo, pero necesito agua. Si lo toco, será como si tocara a un bebé que acaba de conciliar el sueño. Miro a mi rededor no quiero molestar, la madrugada parece que va a vomitar un grito, sólo ha conseguido inquietarme más aún. Colocar agua en una vieja cantimplora, tomar tres manzanas, alejarse en silencio y seguir adelante.

            A las siete de la mañana me siento a ver la salida del sol. Mi apetito ahora es ligeramente mejor. Como mi primera manzana. Escucho el canto de las aves.

            Caminar hasta el atardecer cuando el dorado del sol se desvanece como un desmayo y las estrellas, se tornan, poderosas. El día tiene confianza -decía la abuela- se puede andar de arriba-abajo sin problemas, puedes perderte, ya que no sucederá gran cosa. Al día, le gusta ver a la gente correr por doquier, pues tiene confianza. Pero la noche es vanidosa y celosa, le gusta verse así misma extendida sobre todo, sometiéndolo todo. Prefiere que la gente este en sus casas o que festeje, pero todos juntos. Para la noche los viajeros tienen que ser valientes, sensibles y respetuosos, pues sobre todo necesita saberse amada y temida. Aunque la noche, tiene una debilidad por los amantes, a quienes los deja libres de penas o culpas. La noche desconfía, pues sabe también que muchos la utilizan para matar y destruir. La noche es poderosa, pero sólo obra a favor de lo que tiene que suceder y forzar el destino le enfurece, por eso con sus ojos brillantes vigila cada rincón de la tierra.
           
            Extrañado me doy cuenta que el suelo tiene un hilo dorado guiando un sendero. Al principio pienso que alguien marca con alguna luz, tan fino y detallado brillo. Pero es la tierra misma la que brilla, quien al anochecer me revelaba su secreto. Ando este sendero luminoso. Mis pisadas no pueden detenerse, la sorpresa me alienta a dar pasos seguidos, constantes. La noche no quiso vigilarme sería porque estaba enterada de la muerte de mi abuela, me dejo andar con mi sufrimiento a solas, las estrellas fueron cautelosas y su poderoso brillo se transformo en sutil y comprensivo. La luna, la mayor vigía nocturna durmió en los brazos del sol, su amante, por eso está noche no se ha presentado. Caminar tres noches más. La cuarta noche el camino se acabó, ya no había brillo en el suelo.

            Me quedo de pie tratando de ver, si por algún otro lugar hay una pequeña vereda. Ante mis ojos nada aparece. Aguzo mi oído, escucho a lo lejos la voz de unas mujeres cantar. Voces agudas, graves, delicadas juegan con sus sonidos. El canto bello-ancestral me provoca escalofríos. Mis piernas comienzan a vibrar, los pinos se mueven al ritmo melódico de las voces. Aparece ante mí una procesión de bolas de fuego. No puedo moverme. Estas bolas de fuego no andan rápido sino van lentas entre los arbustos iluminando la noche negra. Dentro del resplandor están las mujeres ancianas. Ellas me miran y siguen de largo. Tal vez se vean como ancianas pero sus movimientos suaves y llenos de tranquilidad sumados a su canto muestran juventud y vitalidad. Me siento presenciando una estela boreal. Siguen adelante cantando y caminando. Se alejan.

            Volví a escuchar el cantar de las aves. Era de día. No sé cuando tiempo he pasado inmóvil. No podía creer lo que sucedió. ¡He estado cerca de las mujeres de fuego y no he podido moverme! Me costó trabajo recobrar fuerza, mi memoria se sintió confusa, mis ojos veían con dificultad, estaba agotado. Paralizado, en medio del bosque sintiendo los rayos. Rehíce en mi memoria cada suceso, obsesivamente, hasta que mi mente cansada de la presión me ha dejado ver lo ocurrido. Decidí continuar el trayecto hasta la punta de la montaña, sin guía.

            Había llegado. Vi tres chozas de madera y una fogata encendida. Me oculte entre los arbustos. La única actividad era la de la fogata, la cuál (yo tenía la seguridad) había captado mi presencia. El fuego simulaba tener vida, sacaba chispas algunas intensas y otras sutiles. Yo abrace un árbol con fuerza de modo que comencé a parecerme al árbol en espíritu.  Entonces, el fuego se quedó tranquilo ardiendo sólo una pequeña llamarada.

            El fuego cobró intensidad, pero no violencia, se mantuvo gentil y constante. De la tierra comenzaron a formarse unas esculturas de barro… eran las ancianas que ocupaban su lugar alrededor de la fogata. El fuego al iluminar las esculturas les dio vida a las nueve mujeres de la punta de la montaña. Parecía que meditaban hasta que nuevamente cantaron. Brillan.

            Las mujeres oran, tienen los ojos cerrados. Los árboles, la luna, el viento, las estrellas entonan el mismo canto. Abren los ojos, toman arcilla de la tierra, la amasan, la moldean, hacen una figura que parece humana. Es la forma de mi abuela muerta. Una de ellas saca cenizas de la fogata, rocía la escultura de arcilla. Las abuelas comienzan a bailar, hacen acrobacias como si fueran niñas, vuelan. La escultura de mi abuela recobra vida. Yo que he trepado un árbol para verlo todo, he caído de la impresión. Las mujeres están tan divertidas que ni siquiera escucharon mi caída.

            Recobran su posición alrededor del fuego al ritmo de su canto dócil y tenue. La abuela Juana es la décima mujer de las ancianas de la punta. Juntas caminan. Estoy petrificado. Otra vez congelado ante las mujeres de fuego de las cuales, ahora, mi abuela formaba parte. La ruta es andar monte abajo. Las sigo, lo más cerca que consigo estar de ellas son quince metros de distancia, un metro menos de distancia y mi cuerpo se quedaba inmóvil.

            Las mujeres llegaron hasta el lago. El lago parecía vivo, lucía radiante y desenfadado.  El agua dentro brillaba como plata, luciérnagas revoloteaban por el estanque, lo grillos, dulce coro amenizaban la noche con sus murmullos más dulces que los arrullos de cuna. La luna coqueta expandía luz a todos lo árboles. Las mujeres antorchas flotantes llegaron entonando sin parar sus cantos. Se sumergieron al agua durante horas.
Me quede contemplando. Las ancianas no volvieron a salir en lugar de ellas, el lago exhala diez mariposas. Vuelan y se pierden en la inmensidad del bosque.


            Los rayos del sol apacible y abrazador iluminan el lago. El lago finge no saber lo que ocurrió la noche anterior. Los arboles, el viento, las aves cantan, pero ninguno me explica. Siguen siendo sí mismos. Imperturbables. Cogí una ciruela y regrese a casa.

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