
El siguiente escrito es un homenaje a mis abuelas, ambas muertas, cuento pronunciado en el Cuentatón del "Centenario de las palabras" el 21 de Agosto 2010 en el Faro Tláhuac. En esa ocasión Eduviges Santander cuentacuentos con gran trayectoria tuvo la gentileza de pedirme le regala una copia del cuento. Ella lo denominó "un homenaje a las abuelas mexicanas".
Lo dejo como parte de la sección narraciones del pasado dentro de los cotidianos también está el recuerdo.
El canto de las abuelas
Nadie
aprecia la vida en el campo. La familia que vive en la ciudad tampoco la
aprecian. Ellos tienen años de no visitar el monte hasta el día de hoy en que
murió la abuela Juana. Ella se
sentaba en medio del patio con dos bolsas a su lado en una tenía semillas para
alimentar a las aves y en otra estambre para tejer los regalos de los hijos,
nietos, compadres y vecinos. Siempre la hacia enojar. Recuerdo que en una
ocasión mate cinco de sus pollitos.
No era mi intención… sólo que
desconocía que los pollitos no sabían nadar. También me asuste al verlos
sumergir en el lago.
Me escondí monte arriba hasta el
anochecer. A lo lejos se escuchaban los gritos furiosos de la abuela en luto
por aquellos pollos.
No estuve en el momento en que
murió. Al llegar en la madrugada encontré su cuerpo en medio del jardín con una
cubeta entre sus manos. Al parecer su último deseo fue regar las plantas… sólo
consiguió rociar el pasto.
El funeral fue triste. Nadie habló
de la abuela, nadie dijo su nombre. No comprendo como pueden “extrañarla
tanto”. Los últimos años sólo estuvimos ella, mi madre y yo. Yo me hice a la
forma de la abuela, porque mi madre murió antes de que pudiera odiarla. Mi
abuela me escuchaba realmente. Aún sin decirle nada ella sabía lo que me
pasaba, sacaba de su mandil un chiclito, siempre guardaba chicles en las bolsas
del mandil, mientras yo mascaba ella me contaba historias de la revolución de
cuando ella era niña. Después de un rato, sus historias fueran falsas o
verdaderas me hacían olvidar mis malestares.
La abuela Juana de niña, para
ocultarse de la guerra vivía en la punta de la montaña pertenecía a los
hijos del cerro alto. Ahí aprendió a cortar leña, seleccionar plantas
curativas y sembrar. Esa comunidad secreta, no sólo se ocultaba de la guerra,
sino también se ocultaban del resto de civilización y procuraban en todo
momento mantener sus costumbres más antiguas.
El camino de la montaña era famoso
entre los lugareños y sus historias, aunque sabían que nadie podía encontrar la
ruta correcta. Si alguien trataba de encontrar el camino de la montaña, sólo
conseguía perderse por horas alrededor del bosque. Mi abuela conocía la forma
de entrar y salir con gran habilidad, pero aquellas entradas y salidas eran
secretas. En la cena alguien habló del camino de la montaña, lo tomaron como
una historia de fantasía senil mezclada con la ignorancia de vivir toda una
vida a las faldas de un monte en medio de un enorme bosque. Yo sabía que el
camino de la montaña era verdadero. Quise encontrarlo.
A las cuatro de la mañana ninguno
estaba despierto, todos descansaban. En el patio había velas aún encendidas y
se respiraba el aire fresco. Vibraban luciérnagas. Escuché un aullido de
coyote. La abuela solía decir que el coyote era guardián del camino de la
montaña, por ello pensé que era una buena señal. Caminé. La madrugada me hacía
sentir observado y vulnerable. La oscuridad me hacía pensar que estaba cruzando
una inmensidad con mi pequeñez. A veces, me siento poderoso y único, sin
embargo este silencio junto con la penumbra me invaden.
El lago siempre descansa. Al lago se
le puede ver perezoso y sensual en cualquier hora del día. Aunque, las cuatro
de la mañana le dan un toque malévolo, malhumorado, no dan ganas de molestarlo,
pero necesito agua. Si lo toco, será como si tocara a un bebé que acaba de
conciliar el sueño. Miro a mi rededor no quiero molestar, la madrugada parece
que va a vomitar un grito, sólo ha conseguido inquietarme más aún. Colocar agua
en una vieja cantimplora, tomar tres manzanas, alejarse en silencio y seguir
adelante.
A las siete de la mañana me siento a
ver la salida del sol. Mi apetito ahora es ligeramente mejor. Como mi primera
manzana. Escucho el canto de las aves.
Caminar hasta el atardecer cuando el
dorado del sol se desvanece como un desmayo y las estrellas, se tornan,
poderosas. El día tiene confianza -decía la abuela- se puede andar de arriba-abajo sin problemas, puedes perderte, ya que no
sucederá gran cosa. Al día, le gusta ver a la gente correr por doquier, pues
tiene confianza. Pero la noche es vanidosa y celosa, le gusta verse así misma
extendida sobre todo, sometiéndolo todo. Prefiere que la gente este en sus
casas o que festeje, pero todos juntos. Para la noche los viajeros tienen que
ser valientes, sensibles y respetuosos, pues sobre todo necesita saberse amada
y temida. Aunque la noche, tiene una debilidad por los amantes, a quienes los
deja libres de penas o culpas. La noche desconfía, pues sabe también que muchos
la utilizan para matar y destruir. La noche es poderosa, pero sólo obra a favor
de lo que tiene que suceder y forzar el destino le enfurece, por eso con sus
ojos brillantes vigila cada rincón de la tierra.
Extrañado me doy cuenta que el suelo
tiene un hilo dorado guiando un sendero. Al principio pienso que alguien marca
con alguna luz, tan fino y detallado brillo. Pero es la tierra misma la que
brilla, quien al anochecer me revelaba su secreto. Ando este sendero luminoso.
Mis pisadas no pueden detenerse, la sorpresa me alienta a dar pasos seguidos,
constantes. La noche no quiso vigilarme sería porque estaba enterada de la
muerte de mi abuela, me dejo andar con mi sufrimiento a solas, las estrellas
fueron cautelosas y su poderoso brillo se transformo en sutil y comprensivo. La
luna, la mayor vigía nocturna durmió en los brazos del sol, su amante, por eso
está noche no se ha presentado. Caminar tres noches más. La cuarta noche el
camino se acabó, ya no había brillo en el suelo.
Me quedo de pie tratando de ver, si
por algún otro lugar hay una pequeña vereda. Ante mis ojos nada aparece. Aguzo
mi oído, escucho a lo lejos la voz de unas mujeres cantar. Voces agudas,
graves, delicadas juegan con sus sonidos. El canto bello-ancestral me provoca
escalofríos. Mis piernas comienzan a vibrar, los pinos se mueven al ritmo
melódico de las voces. Aparece ante mí una procesión de bolas de fuego. No
puedo moverme. Estas bolas de fuego no andan rápido sino van lentas entre los
arbustos iluminando la noche negra. Dentro del resplandor están las mujeres
ancianas. Ellas me miran y siguen de largo. Tal vez se vean como ancianas pero
sus movimientos suaves y llenos de tranquilidad sumados a su canto muestran
juventud y vitalidad. Me siento presenciando una estela boreal. Siguen adelante
cantando y caminando. Se alejan.
Volví a escuchar el cantar de las
aves. Era de día. No sé cuando tiempo he pasado inmóvil. No podía creer lo que
sucedió. ¡He estado cerca de las mujeres de fuego y no he podido moverme! Me
costó trabajo recobrar fuerza, mi memoria se sintió confusa, mis ojos veían con
dificultad, estaba agotado. Paralizado, en medio del bosque sintiendo los
rayos. Rehíce en mi memoria cada suceso, obsesivamente, hasta que mi mente
cansada de la presión me ha dejado ver lo ocurrido. Decidí continuar el
trayecto hasta la punta de la montaña, sin guía.
Había llegado. Vi tres chozas de
madera y una fogata encendida. Me oculte entre los arbustos. La única actividad
era la de la fogata, la cuál (yo tenía la seguridad) había captado mi
presencia. El fuego simulaba tener vida, sacaba chispas algunas intensas y
otras sutiles. Yo abrace un árbol con fuerza de modo que comencé a parecerme al
árbol en espíritu. Entonces, el fuego se quedó tranquilo ardiendo sólo
una pequeña llamarada.
El fuego cobró intensidad, pero no
violencia, se mantuvo gentil y constante. De la tierra comenzaron a formarse
unas esculturas de barro… eran las ancianas que ocupaban su lugar alrededor de
la fogata. El fuego al iluminar las esculturas les dio vida a las nueve mujeres
de la punta de la montaña. Parecía que meditaban hasta que nuevamente cantaron.
Brillan.
Las mujeres oran, tienen los ojos
cerrados. Los árboles, la luna, el viento, las estrellas entonan el mismo
canto. Abren los ojos, toman arcilla de la tierra, la amasan, la moldean, hacen
una figura que parece humana. Es la forma de mi abuela muerta. Una de ellas
saca cenizas de la fogata, rocía la escultura de arcilla. Las abuelas comienzan
a bailar, hacen acrobacias como si fueran niñas, vuelan. La escultura de mi
abuela recobra vida. Yo que he trepado un árbol para verlo todo, he caído de la
impresión. Las mujeres están tan divertidas que ni siquiera escucharon mi
caída.
Recobran su posición alrededor del
fuego al ritmo de su canto dócil y tenue. La abuela Juana es la décima mujer de
las ancianas de la punta. Juntas caminan. Estoy petrificado. Otra vez congelado
ante las mujeres de fuego de las cuales, ahora, mi abuela formaba parte. La
ruta es andar monte abajo. Las sigo, lo más cerca que consigo estar de ellas
son quince metros de distancia, un metro menos de distancia y mi cuerpo se quedaba
inmóvil.
Las mujeres llegaron hasta el lago.
El lago parecía vivo, lucía radiante y desenfadado. El agua dentro
brillaba como plata, luciérnagas revoloteaban por el estanque, lo grillos,
dulce coro amenizaban la noche con sus murmullos más dulces que los arrullos de
cuna. La luna coqueta expandía luz a todos lo árboles. Las mujeres antorchas
flotantes llegaron entonando sin parar sus cantos. Se sumergieron al agua
durante horas.
Me quede
contemplando. Las ancianas no volvieron a salir en lugar de ellas, el lago
exhala diez mariposas. Vuelan y se pierden en la inmensidad del bosque.
Los rayos del sol
apacible y abrazador iluminan el lago. El lago finge no saber lo que ocurrió la
noche anterior. Los arboles, el viento, las aves cantan, pero ninguno me explica.
Siguen siendo sí mismos. Imperturbables. Cogí una ciruela y regrese a casa.
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